Cuentos de café
Diego Paolinelli

Un arma en la habitación
En la Argentina de estos días surgió un nuevo tema para el debate, como si en este país faltaran.
Se trata de la posibilidad de facilitar la adquisición de armas por parte de los civiles.

Y como también es costumbre —no solo acá, sino en buena parte del mundo—, la multiplicación de medios y pantallas no ayuda a entender demasiado.
En lugar de informar, generan una sobre exposición que confunde más de lo que aclara.

Por suerte, todavía quedan los cafés: esos lugares donde el ciudadano común se sienta, pide un cortado y, entre sorbos, trata de entender el mundo a su manera.

Esa tarde, tres cincuentones —viejos compañeros de trabajo y de fútbol— eligieron el café del centro como punto de encuentro.
La primavera se hacía notar con el viento fresco que llegaba desde el río, mientras las pelusas de los plátanos caían lentas sobre la vereda.
Se encontraron casi al unísono en la puerta, algo poco habitual entre ellos.

Ingresaron y fueron hasta una mesa redonda cerca de la ventana que daba a la calle principal.
La moza los saludó en forma grupal y preguntó si el pedido sería el habitual. Todos asintieron.

Mientras esperaban los cafés, fue Leonardo quien reparó en el televisor del local. Estaba en un canal de noticias, y aunque el volumen estaba apagado, se podía leer en el zócalo la disposición del gobierno de facilitar la compra de armas de fuego por parte de civiles.

Leo celebró la decisión con una palmada sobre la mesa y una sonrisa amplia, ante la mirada poco entusiasta de sus colegas.

Hijo de una familia conservadora, gente de campo desde fines del siglo XIX hasta casi finales del XX, había crecido entre armas y relatos de caza:
la carabina para los patos, el revólver en la cintura “por las dudas”.

Todos sus amigos sabían de su gusto por las armas; lo repetía con orgullo.
Decía tener en casa un pequeño arsenal heredado del lado paterno.
La mayoría sin declarar, claro: piezas antiguas, de épocas menos estrictas, encontradas entre los recuerdos familiares cuando los mayores empezaron a faltar.

—Vamos, muchachos, una buena —dijo Leo, entusiasmado—. Con la inseguridad de hoy es mejor estar preparado.
Si el día que se metió ese ratero en mi casa yo hubiese estado desarmado, quién sabe cómo terminaba la cosa…
Pero lo único que se llevó fue un susto bárbaro —rió—. Seguro no vuelve más por el barrio.

Se recostó satisfecho en la silla y agregó:

—No me van a decir que le tienen miedo a las armas, ¿no? Estamos grandes para eso, muchachos.

Pablo era el más analítico del trío. Su frase de cabecera: “Datos, no relato”. Y sabía —por informes internacionales— que Argentina tenía uno de los índices más bajos de muertes por armas de fuego en la región. Pero no era momento de ponerse en profesor.

Mientras sorbía su café y escuchaba la chicana de Leo sobre el “coraje”, pensó que él también venía de familia de campo.
Solo que su padre había dejado la quinta de joven: no compartía la pasión por esa vida y prefirió mudarse al pueblo para trabajar en una fábrica. Allí formó su familia.

Eso sí: conservó una costumbre del campo.
Tener un arma en la casa.
Un .32 largo, comprado a través de un armero conocido.

Pablo recordó que, con apenas nueve años, su papá lo llevó al terreno del abuelo y lo hizo disparar contra unas latas. Pero esa no era la historia que iba a contar.

Se acomodó en la silla.

—Mirá, Leo —arrancó—. No me corras con el miedo a empuñar un arma. Yo sé lo que pesan. Pero también sé lo que representan… y lo que puede provocar tener una en tu casa aunque no la dispares.
Mi viejo, criado en el campo como los tuyos, guardaba el .32 dentro de un almohadón, y el almohadón en el fondo del ropero. Mi hermana y yo éramos chicos, recién empezando la primaria. Un día nos lo mostró y nos dio el clásico discurso: que no era un juguete, que solo él podía usarlo, y todo eso.

La moza pasó cerca. Pablo levantó la mirada y pidió renovar las tazas.
Cuando volvió a hablar, los tres estaban atentos.

—A principios del 77, cuando ya llevábamos casi un año de dictadura, mi viejo consiguió que mi hermana y yo fuéramos a una colonia de vacaciones en Córdoba. Estuvimos diez días afuera. Pero cuando volvimos… algo en casa había cambiado.

Pablo apoyó los codos en la mesa.

—Mis viejos nos esperaban al pie del colectivo. Mi papá —tipo duro, poco demostrativo— nos abrazó a los dos. Y yo juraría que vi una lágrima.
El viaje de vuelta lo hizo en silencio, fumando con el brazo apoyado en la ventanilla. Cuando llegamos, mientras mi hermana hablaba con mamá, me le acerqué. Tenía diez años. Le pregunté si estaba bien. Ese abrazo había sido raro… demasiado.

Hizo una pausa.

—Ahí me lo contó. Sin vueltas. En esos días habían desaparecido varios jóvenes del barrio. Y el Ejército había hecho una requisa casa por casa. En la nuestra entró un grupo de colimbas, pibes de dieciocho, diecinueve años, dirigidos por un cabo que no era mucho mayor.
Cuando llegaron al dormitorio, abrieron el ropero. Uno agarró el almohadón donde estaba el arma. Lo palpó… y levantó la vista. Me contó mi viejo que se miraron fijo unos segundos eternos.

Pablo bajó la voz.

—Se le pasaron mil cosas por la cabeza… hasta que el colimba volvió a poner el almohadón en su lugar y siguió. Como si hubiese entendido. Como si nos hubiera perdonado la vida.

Tomó un sorbo y agregó:

—“No te preocupes, hijo”, me dijo después. “El revólver no está más acá. Y nunca más va a haber uno en esta casa”.

El silencio se extendió unos segundos. Lo cortó Ale, el menor de los tres, que hasta entonces no había dicho nada.

—Me imagino el momento que vivió tu viejo, Pablito. Yo nunca tuve un arma en la mano, pero también tengo una historia. Y también es con mi papá.

Los otros dos se acomodaron para escucharlo.

—A principios de los ochenta, con el plan de Martínez de Hoz destruyendo la industria nacional, mi viejo tuvo un pico de presión en el trabajo. Lo mandaron directo a la clínica de la obra social. El médico que lo atendió era compañero suyo de la primaria.
Le descartó un problema cardíaco, le hizo algún chiste sobre el sobrepeso y lo puso a dieta. Lo que no vio —o no quiso ver— era lo que sí estaba mal: el ánimo del viejo.

Ale respiró hondo.

—La empresa había echado a muchos trabajadores. El laburo aumentaba, pero el sueldo no. Y cuando pagaban, era en cuotas, a veces con meses de atraso. Mi vieja hacía malabares para llegar a fin de mes.
La dieta le reguló la presión, pero lo debilitó. Su mal humor creció. Cuanto más peso perdía, más se encerraba. Le costaba levantarse de la cama.
Por suerte, el jefe del Departamento Médico lo vio mal y lo llevó a hablar con un psicólogo. Ahí escuché por primera vez la palabra depresión. Para mí era cosa de artistas o millonarios.

Ale bajó la mirada un instante.

—El psicólogo habló con mi vieja y conmigo —yo era el mayor— y nos dijo que estuviéramos atentos. Que quizá iba a necesitar medicación. Yo empecé a preguntar a gente grande.
Uno me dijo que la depresión podía volverse violenta. Con otros. O con uno mismo.

Los otros dos entendieron hacia dónde iba.

—Y yo sabía que mi viejo tenía un revólver en el cajón de su mesa de luz —continuó Ale—. Un día volví de la secundaria, tipo seis de la tarde. Entré y escuché voces en la habitación.
Pensé que estaba escuchando “La Oral Deportiva”, como siempre, y fui a pedirle unos mates. Pero cuando entré, la habitación estaba vacía. La luz apagada. El cajón abierto.
Solo pañuelos y un par de medias. Pero no el arma.

Ale tomó aire.

—Salí corriendo. Fui al patio. Me quedé quieto, esperando… lo que fuera.

Los otros dos lo miraron fijo, sin poder emitir sonido, esperando lo peor.



—Hasta que escuché la puerta. Ahí entró mi viejo. Con ese andar cansado.

Y como si yo fuera el adulto, le grité con un nudo en la garganta:

“¿Se puede saber dónde carajo estabas?”


Él me miró, con el rostro abatido pero con una media sonrisa, y me dijo:
—“Fui al remate a vender el revólver. Para pagar las cuentas”

La moza retiró las tazas vacías sin interrumpirlos.
No hicieron falta conclusiones. Bastó ese silencio final para entender que un arma en la habitación nunca está sola: siempre carga con una historia.

FIN

Campana Noticias.com es propiedad de Campana Noticias SRL
Registro de propiedad intelectual Nro. 906641