2017-10-16 | 13:09 Desde nuestra editorial
Medio siglo del otro lado del mostrador
Despensa Ruiz cumplió 50 años de vida. El comercio del barrio Las Acacias, fundado por mis abuelos en 1967, es fiel testigo del crecimiento de nuestra Ciudad. Almacenes como éste, había en cada barrio. No quedan muchos. Y en su historia, está la de todos nosotros. Por Mariano Ruiz.
  • Medio siglo del otro lado del mostrador

    En sus comienzos, el árbol de Acacia marcaba una florida hilera a lo largo del barrio.

La acacia de Constantinopla (Albizia julibrissin), es un árbol que también es conocido como árbol de la seda o acacia de Persia muy usado en algunos lugares para arbolado de calles o jardines. Es un árbol de crecimiento rápido-medio y de gran valor ornamental, por su follaje denso y fino que ofrece una sombra amplia y ligera. También tiene una bella floración estival un tanto tardía con respecto a otras especies.

Y son esas flores, de color rosa, que marcaban una prolija hilera a lo largo de lo que naciera como el barrio Las Acacias, haciendo honor a la peculiar vegetación que lo adornaba. Corría la década del 60. Un puñado de habitantes construía las bases de uno de los barrios populares de nuestra querida Campana.

Mi abuelo, Firpo, encontró en un modesto local ubicado hoy sobre la calle José Hernández (entre Castelli y Castilla) la oportunidad para desarrollar la actividad comercial que junto a su familia llevaba a cabo en un almacén de ramos generales, sobre la Ruta 9, en Zárate.

La “hoy” despensa nació como carnicería y artículos de almacén, un 15 de Octubre de 1967. Fue el primer expendio de carne barrial, donde los vecinos (no había más de cien por aquel entonces) hacían cola para abastecerse. Fue uno de los tres comercios de Las Acacias.

Los primeros tiempos fueron difíciles, como en la historia de cualquier laburante. Firpo dormía en el negocio, ya que la distancia con su familia y el desamparo de la nueva tierra, no brindaban garantías. Su hija mayor, Francisca, lo acompañaba en la tarea diaria y regresaba por las noches a encontrarse con su mamá Victoria (mi abuela) y sus hermanos. Solo tres meses resistió el viaje, y optó, como su padre, por quedarse allí.

Los fines de semana servían para la visita obligada. Tras varios meses, una humilde casa se levantó junto al comercio, y allí la familia sentó raíces que hasta hoy continúan firmes. Así, vieron también crecer al barrio, con familias que aún habitan las mismas casas, las mismas cuadras.

Era un verdadero negocio familiar, donde todos ayudaban. Mi papá y mis tíos se distribuían las distintas tareas. Cada uno, y a su tiempo, hizo sus respectivas vidas. Llegaron los hijos, yo inclusive. Y partía mi abuelo, tras una dura enfermedad.

Entonces, la carnicería dejó de ser tal y se mantuvo como despensa. Ahora, atendida por mi abuela Victoria y una de sus hijas, Ramona. El lugar supo mantener casi intacta su estructura. Incluso, hoy en día persiste la vieja mesada donde se depostaban las carnes y se hacían los chorizos caseros que, según cuentan, eran únicos en la zona (lamentablemente, no llegué a probarlos).

Lo que sigue en la historia, puedo contarlo casi con lujo de detalles. Mis años más felices transcurrieron allí, entre los cascos de astronauta (que luego me enteraría que eran latas de galletitas) y ese aroma tan particular que encuentra la combinación de cada uno de los productos que en los viejos estantes, esperaban encontrar dueño.

Este año, y a poco de este especial aniversario, falleció mi abuela. Si mi abuelo fue un visionario que apostó a sembrar su emprendimiento donde nada pareciera crecer, fue ella quien ante la partida de su esposo, se puso el sueño al hombro (y a una numerosa familia) para salir adelante. Y lo hizo, con creces, y con mucho amor.

Quedan pocos árboles de Acacia en el barrio. La hilera hoy la conforma el alumbrado público, y el cablerío jamás igualará el tono rosáceo que las flores de antaño le daban a la primavera. Pero la despensa sigue ahí, firme y en el mismo lugar, esperando poder seguir brindándose por sus vecinos. Otros, ya no los mismos de antes. Pero el tiempo y la vida misma nos lleva siempre hacia un solo lugar: adelante.

Finalmente, comparto un cuento que escribí hace muchos años. Un homenaje en vida para quienes me enseñaron lo principal: el fruto del trabajo y del esfuerzo siempre traen consigo una recompensa que se guarda mejor en el corazón, que en los bolsillos.

Gracias a quienes se permitieron conocer parte de la historia de mi familia.

Mariano Ruiz
Director periodístico
Campana Noticias


Quiero dedicar este cuento a mi abuelo Firpo, a quién casi no conocí. A mi abuela Victoria y a mi tía Ramona, quienes son tan reales como los almacenes amables de barrio, que aún existen.

“Lo de Ruiz”

- “Buen día”.

- “Buen día, ¿Cómo le va?”.

El Ritual de todos los días se cumplía con éxito. El peregrinaje hasta “Lo de Ruiz”, había dejado a lo largo de los años, un caminito entre los cincuenta metros que lo separan desde mi casa.
Ramona y Doña Victoria, dos nombres tan pintorescos como la mesada de mármol que hacía las veces de mostrador, estaban al frente de la despensa, al parecer, desde siempre.

Desde muy chico, esperaba ansioso el llamado de mi madre para ir corriendo al almacén a buscar el caldo que olvidó llevar, o el pan para papá porque ese día había fideos con tuco, y al viejo le gustaba puchar. Todo eso, a cambio de poder comprar con el vuelto unos caramelos, o algún alfajor Tatín de dulce de leche. Un poco más grande, ya entrado en rebeldía, me preguntaba “por qué no se acordará y llevará todo junto”.

“Lo de Ruiz” no tenía competencia ni comparación. No podía competir con los supermercados chinos, que a fuerza de precios ultra bajos y marcas alternativas comenzaron a plagar el país, la ciudad, el barrio, con nombres como “El Progreso”, “La Alegría”, “Hola”, o “Mi sueño”. Muchas veces me pregunté si el optimismo de estos nombres tenía alguna relación con el Feng Shui o el horóscopo chino.

Tampoco tenía competencia. Las grandes cadenas de supermercados no querían competir con él. De hecho, dudo que alguna de ellas siquiera lo registrara.
Pero el viejo y querido almacén de mi barrio tenía su magia. Esa magia que le regalaba a uno invaluables momentos de conversación, sobre todo en aquellos días en donde más se necesitaba, convirtiendo a quienes lo regenteaban en audaces periodistas capaces de opinar sobre cualquier tema, o informarlo a uno de lo que pasa en el mundo, al mejor estilo Lanata o Víctor Hugo.

Pero sin dudas, la actualidad barrial era su especialidad. No había pelea, desengaño amoroso, o chisme que no pasara por allí. A mí criterio, un verdadero ejemplo de eficacia comunicacional, la cual a uno le hace suponer un verdadero potencial, de haber existido internet algunos años antes.

En sus apenas seis metros por cuatro, uno tal vez encontraba la misma variedad de productos que en un supermercado, aunque algo más compactado. Repasando la tercera repisa, puedo ver en mi mente, latas de arvejas, de puré de tomates, pilas triple A, trapos rejilla, galletitas de un extraño surtido, y hasta unas gomeras colgando, dispuestas a ser el regalo de algún pibe que insistentemente reclama su recompensa por acompañar a su mamá.

A este lugar, el marketing parece no haberle llegado nunca. Nunca una publicidad que atrajera más clientes. Ni siquiera un cartel con su nombre. Tampoco era necesario. Todo el mundo sabía que allí, estaba “Lo de Ruiz”. Cuentan los vecinos más antiguos, que rara vez cambió su decoración, o movió las estanterías de lugar.

“Lo de Ruiz” no nació almacén. En sus comienzos, los cuales coinciden con la instalación de las primeras casas en Las Acacias, barrio alejado del centro que recibe su nombre gracias a la extensa cantidad de Acacias bola que adorna sus calles de punta a punta, éste comercio con su fachada recubierta de grafito fue, originalmente, una carnicería. De su paso por el rubro, aún persiste una vieja y robusta mesada de mármol, y en la que las clientas tienen terminantemente prohibido sentar a sus criaturas.

A mi memoria viene un día en especial. Corría el año 1985, y mis siete años los llevaba con inquietud y travesura. Mamá no se sentía bien. Durante la mañana intercaló las tareas de la casa con breves lapsos de reposo. En medio del juego diario, su llamado interrumpió mi caminata espacial por el patio, con una lata de galletitas en la cabeza (de esas que venían con una de sus caras vidriadas, para que se vea el interior), que servía perfectamente a mi imaginación como casco de astronauta, y que gentilmente me obsequiaron en la despensa.

Fideos, queso rallado y pan, formaban parte del encargo que mi vieja (como ahora le llamo) necesitaba. Sin dudarlo asentí, pero su segundo pedido causó un verdadero conflicto en mi inseguridad infantil.

Sin saber cómo afrontaría tamaña responsabilidad, até los cordones de las Topper gastadas y recorrí el viejo camino a “Lo de Ruiz”. Mi cabeza ensayaba la expresión correcta, pero la timidez y la vergüenza podían más. En el trayecto me detuve varias veces, pensando en no poder. Pero continué.

- “Buen día”

- “Buen día, ¿Cómo le va?”

El ritual, esta vez no era el mismo. Mientras Ramona despachaba a una señora, Doña Victoria pesaba el pan en la balanza al tiempo que me preguntaba:

- ¿Se siente mejor tu mamá?

- Más o menos.

Respondí corto, mientras aún, seguía pensando. Sin dudas, la velocidad de razonamiento permitió a Doña Victoria relacionar al Sertal que mamá compró temprano con algún tipo de malestar o dolencia estomacal.

Mientras esperaba, recordé que en casa nunca faltó nada. Mi papá siempre trabajó en fábrica. Ninguno de mis tres hermanos o yo pasamos necesidad alguna, pero como en toda familia de clase media, trabajadora, el presupuesto no siempre llegaba holgado a fin de mes.

Llegó mi turno.

- ¿Qué anda buscando, este chico? Preguntó Ramona al tiempo que creo, notaba mis nervios.

- Unos fideos dedalitos, un quesito rallado y dos pancitos, por favor.

Dije rápidamente, tratando de imaginar cómo iba a decir lo que tenía que decir. Seguramente, mi madre tendría más cancha que yo en esto. Me invadía la vergüenza, y eso que mi necesidad no era ningún delito, ni mucho menos una deshonra. Simplemente, se trataba de un “favorcito”, una “gauchada”, de esas que tanta gente pide y que a tanta gente le dan. Pero el alboroto en mi cabeza, se vio interrumpido por la voz de Doña Victoria:

- Son ocho con setenta, querido.

Con la certeza de saber que ese momento había llegado, intenté tragarme toda esa mezcla de pánico, timidez, vergüenza y por qué no indignación, por poner a prueba el sagrado pacto comerciante – cliente.

Mientras Ramona colocaba las cosas en una bolsa de nylon, respiré profundamente, levanté la cabeza hasta que mis ojos quedaron alineados directamente con los de Doña Victoria, y traté de lograr una voz fuerte, clara, de esas que son seguras y dicen la verdad. Esas voces que representan compromiso, y que no se encuentran en chicos de mi edad.

Pero en la vida, pensé, los momentos difíciles hay que afrontarlos, y por más dura que sea la realidad, siempre hay gente buena, amable, dispuesta a escucharlo a uno, a sus problemas, y por qué no comprenderlo, ayudarlo. Uno no espera eso en las grandes cadenas de supermercados, ni en los shoppings. Si de todas formas, “Lo de Ruiz” siempre había sido ese lugar en donde uno podía confiar sus penas, en donde seguramente, me iban a entender.

El momento había llegado. Tomé coraje, y con un tono comprensible y solidario exclamé:

- Doña Victoria…¡dice mi mamá si no le fía!.


FIN

“Lo de Ruiz” es uno de los primeros almacenes del barrio Las Acacias. Está ubicado en José Hernández 954, entre Castelli y Castilla.
El cuento fue premiado en certámen literario organizado por la CUCEI y CAL, en 


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